10.15.2008

para Silvia (en Sevilla, España)

Sobre la mesita de la cocineta cae un haz de luz solar (segmentado por el marco de la ventana) que resplandece o se opaca según el paso de las nubes.
Por la ventanita apenas logran entreverse las ramas de unos árboles de la casa vecina y cómo se van acumulando las nubes conforme madura la tarde.

Con diferencia de dos a tres minutos, justo donde estoy sentado, puede verse el paso de los aviones desde esta ventana. Por el estruendo y el ángulo de elevación, es notable que apenas despegaron del aeropuerto (aunque se encuentre a una distancia considerable de aquí).

Más que una mesa, escribo sobre un grueso tablón de no más de un metro de largo por medio de ancho; eso sí, muy bien afianzado a la pared: detrás de mí hay un horno de microondas, otro eléctrico, una cafetera (siempre llena) y una tarja para lavar y escurrir trastos; a un lado, un garrafón de agua purificada y un pequeño refrigerador, por lo regular saturado de refrescos (gaseosas) y cervezas “sin alcohol” (yergh).

Sobre la mesa hay un vaso con cuatro retoños de bambú en agua: los incipientes tallos, delgados, frágiles, son casi transparentes, de un verde acuoso que, al contrastar con el halo de luz que se escabulle por la ventana, parecen contener en su textura la historia del mundo entero.

Se escucha el rumor de otro avión en despegue y sé, por las nubes arremolinadas, que es tiempo de volver a mi lugar en esta cruel oficina, mientras, en voz muy baja, pronuncio tu nombre.